A la altura de la mirada se abren en las paredes laterales —recorriendo todo el perímetro de la caja móvil—, 10 ventanas de 40×30 cm a través de cuyos cristales semiazogados (50% espejo-50% transparente) se tiene acceso virtual al interior del prisma dependiendo de las condiciones de luz en interior y exterior de la caja.
En el interior, cada ventana queda enmarcada por un marco dorado de 3 cm de ancho y sobre cada uno de ellos se presenta una luminaria en forma de aplique de luz de los habitualmente usados en la iluminación tradicionalmente burguesa de las estancias burguesas occidentales. Un secuenciador electrónico, mediante el llamado efecto rata (o de persecución) hace circular la luz por cada uno de los apliques de manera secuencial; de este modo en cada instante solo uno de los apliques está encendido e ilumina la estancia interior desde su particular posición. Al mismo tiempo un sistema de audio, solo perceptible en la cercanía próxima a la obra, reproduce un sonido rítmico y sincrónico con los sucesivos saltos de la secuencia de luz. Ambos sistemas, lumínico y acústico, son alimentados mediante sistema de baterías para proporcionar autonomía a una “habitación nómada” que funciona como una suerte de espacio expositivo irónico en el que nada se expone salvo de cuando en cuando las cabezas de los espectadores que asoman por las ventanas de la “curiosidad” y la “contemplación”. La luz circula continuamente pero discontinuamente, a saltos. Los cuadros que podrían estar ahí, las obras, no están, solo hay ventanas que conectan esa máquina nómada y tautológica con el exterior. El espectador, permaneciendo afuera, entra en el espacio mientras exista otro espectador que lo vea desde el lado opuesto. Museo del absurdo que intenta añadir un cuento más, una noche más de ficciones, para retrasar la llegada de la muerte, del arte o de los propios seres humanos.